La definición más aceptada de violencia de género es la propuesta por la ONU en 1995:
«Todo acto de violencia sexista que tiene como resultado posible o real un daño físico, sexual
o psíquico, incluidas las amenazas, la coerción o la privación arbitraria de libertad, ya sea
que ocurra en la vida pública o en la privada». En este marco conceptualizamos la violencia
como «la coacción física o psíquica ejercida sobre una persona para viciar su voluntad y
obligarla a ejecutar un acto determinado». Puede adoptar formas diferentes: física, verbal,
psíquica, sexual, social, económica, etcétera. Unas formas de coacción que se han ejercido,
en mayor o menor medida, a lo largo de la historia.
La OMS define la violencia como “el uso deliberado de la fuerza física o el poder, ya sea en
grado de amenaza o efectivo, contra uno mismo, otra persona o un grupo o comunidad, que
cause o tenga muchas probabilidades de causar lesiones, muerte, daños psicológicos,
trastornos del desarrollo o privaciones” (OMS 2019)
La violencia de género contra las mujeres ha emergido como un desafío crítico en el
panorama de la salud pública en el Ecuador, requiriendo una atención especializada y una
comprensión profunda desde la perspectiva de la salud pública. Este fenómeno, arraigado en
estructuras sociales y culturales, ha generado consecuencias devastadoras no solo a nivel
individual sino también a nivel comunitario y nacional. La salud pública, como disciplina
comprometida con la mejora del bienestar colectivo, se encuentra en una posición única para
abordar y mitigar los impactos de esta problemática. (Vargas Murga, H. 2017).
La dimensión de la violencia de género abarca desde formas evidentes, como la violencia
física y sexual, hasta manifestaciones más sutiles, como el control psicológico y la
discriminación sistemática. Este problema trasciende las fronteras geográficas y
socioeconómicas, afectando a mujeres de todas las edades, clases sociales y niveles
educativos. En el contexto ecuatoriano, la prevalencia de esta violencia es motivo de